domingo, 15 de enero de 2012

EL GRAN VALDERRAMA

Apareció en la arena el Miura y ya estaba Domingo Valderrama esperándolo en los medios para saludarlo con el capotillo. No se quiera saber cómo era el Miura. Más bien miurazo era, un pedazo toro, casi 700 kilos en la báscula, en el ruedo el terror, una desesperación, con aquel trapío disparatado y aquella carota fosca, y unas intenciones marca de la casa. “Iba con las del Miura” se suele decir de cualquiera que le busca a uno los costados, quizá la cartera o más probablemente pretende tirarlo por un terraplén. Pues así, exactamente, el Miura. Pero no lo iba a torear cualquiera. Lo iba a torear el gran Valderrama, un torero pequeñito de estatura y gigantesco corazón. “Un corazón que no le cabía en el pecho”, es también frase castiza. Y eso le ocurría literalmente a Domingo Valderrama.Miraba Domingo Valderrama para arriba, no con chulesca predisposición ni con altanera actitud, s¡no por necesidad, para verle al Miura la cara, que le quedaba tres cuartas por encima del flequillo, Lo miraba desde la distancia que toman los toreros buenos si de citar toros se trata, y además adelantaba la muletilla graciosa, y se traía al toro toreado. ¿Hasta dónde se lo traía y luego se lo llevaba? Eso era imprevisible ya que el toro tenía unas arrancadas imprevisibles también. A veces pasaba, a veces no, y por lo general se quedaba en la suerte buscando muslitos toreros con que componer el menú de la merienda. Cuestiones de tan poco fuste no iban a arredrar a Domingo Valderrama. Si fueran otras, a lo mejor. Mas un Miura disparatado de 700 kilos poniéndole los pitonazos donde el corazón le rebullía, eso no, nunca, jamás. Domingo Valderrama estaba allí quieto, rectificaba lo justo si rectificar era imprescindible, instrumentaba las suertes adecuadas con depurada técnica, resolvía los problemas con torería.
Todos los miuras sacaron parecida catadura. Los de mayor manejabilidad, tomaban media docena de muletazos a lo tonto, y al que hacía siete ya estaban desparramando la vista, acudiendo sin fijeza al cite o, sencillamente, cortando el viaje para acometer al bulto. José Antonio Campuzano les dio a los de su lote los cinco o seis pases posibles y después el trasteo a la defensiva que procedía, lo cual molestó muchísimo al público, que armó la gran bronca. Oscar Higares, con parecida fortuna, bastante tuvo con librar los rebufidos alborotones y los topetazos de la ración miureña que le correspondió. Al sexto toro, después de estarle sorteando todas las intemperancias, decidió embarcarlo al natural, se quedó quieto, instrumentó completo el pase y, al rematarlo, ya le estaba tirando el Miura un hachazo que, si llega a acertar, le arranca de cuajo la oreja de la parte de acá; o sea, la izquierda.

Está muy bien que haya miuras, forman parte de la historia fundamental de la fiesta. Mas si debe haberlos para bien de esa fiesta, no se entiende por qué ha de recaer la responsabilidad de su continuidad en unos pocos toreros. El escalafón es largo y, dentro de él, hay unos cuantos coletudos que se llevan del negocio la parte más mollar. De manera que deberían ser estos, y no los modestos, quienes mantuvieran viva la gloria (debería decirse el infierno) de la legendaria divisa.

Menos aún los supermodestos, como Domingo Valderrama, que apenas torea, aunque se trata de un torerazo a carta cabal. Saltó a la arena el quinto Miura, colorao, chorreao y endemoniao, llevando por delante unas astas abiertas como si quisiera abrazar con ellas al mundo (o estrangularlo más bien) y ya estaba en los medios el torero chiquitín recibiéndolo por veróni , cas. Luego lo trastearía valentísimo, incluso con ensayos de toreo al natural, sin importarle achuchones ni derrotes. Fue impresionante; toda una proeza, lo que hizo el gran Valderrama con la bronca miurada sanferminera.

Joaquín Vidal

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