jueves, 27 de octubre de 2011

EL TOREO UN CLAMOR

Por Joaquín Vidal.

Citaba Antoñete a la distancia, dejándose ver -iyú!, como le grita al toro-; el toro acudía alegre y cuando iba a entrar en jurisdicción, el maestro le cargaba la suerte, le embebía en el engaño y la plaza toda acompañaba la solemnidad del muletazo con un rugido sideral. Citaba Curro Romero a la distancia, más breve, esperaba relajado la embestida, fundía al toro en los vuelos escarlata con suavidad de seda, remataba convirtiendo en magia la quintaesencia de la naturalidad, y la plaza toda acompañaba las luminarias del arte con un rugido sideral. Allí, en Las Ventas, en una de las tardes más emotivas que se recuerdan, se estaba produciendo, sencillamente, el prodigio del toreo, y ese prodigio levantaba un clamor, un eco vibrante y sostenido que estremecía todos los rincones del coso.

Las faenas de Antoñete eran de una autenticidad irreprochable. Las faenas de Antoñete, dos lecciones magistrales de la mejor tauromaquia, tenían sobre todo una carga de torería que aromatizaba, no ya las suertes, sino cada uno de sus movimientos. La soledad trágica que viven el toro y el torero, frente a frente en el centro del ruedo, curvos horizontes difusos a su alrededor, emanaba ayer una emotividad máxima. Crecido el maestro en su arte, transfigurado, a ritmo procesional, iba creando una obra hermosísima que se remontaba a sí misma en cada pasaje. El entramado de la faena era el toreo fundamental, por naturales principalmente, luego por redondos, y la ligazón de los pases de pecho instrumentados con hondura.

Ciertamente en el transcurso de la obra había imperfecciones. El temple no se produjo con la necesaria continuidad y los enganchones de muleta pusieron motitas apenas perceptibles en el color encendido de cada suerte. Pero no eran el calibrador mecánico ni el espía electrónico miradores que pudieran tener acomodo en aquellas faenas para la historia. Únicamente lo tenían el sentimiento, la identificación colectiva con un rito insólito que sólo se produce cuando emana de un torero cabal. La primera faena de Antoñete fue importante y con la monumentalidad de la segunda el público entró en delirio. A ese segundo toro lo había lidiado Martín Recio con la técnica impecable que acostumbra, siempre por delante, abajo el capote, que es el artificio idóneo para que el toro mejore la embestida. Montoliú lo banderilleó llegando a la cara pausadamente, reuniendo y prendiendo en lo alto. Ambos tuvieron que saludar montera en mano, y el maestro los sacó a los medios al terminar sus clamorosas. vueltas al ruedo. Cuando Antoñete, en su segunda faena, dibujaba el natural en el centro geométrico del ruedo, y volvía a alejarse del toro para reiniciar la creación del muletazo, la multitud prorrumpía en gritos de .¡torero!", flameaba pañuelos, ¡la locura! En medio de esa locura daría los mejores redondos de toda su actuación. Ganó a ley las dos orejas y en las vueltas al ruedo el público se rompía las manos y las gargantas de aplaudir y aclamar, lanzaba al ruedo todo cuanto tenía a mano para homenajear al maestro.

Después llegó Curro. Nadie podía hablar ahora, de maestría, ni de nada podía hablar, porque lo de Curro trascendía cualquier pauta. La pulcritud, la suavidad, la caricia para embrujar al toro en aquellos redondos prodigiosos, que hicieron saltar al público de sus asientos; eso creó Curro en el crisol de su inspiración. Probó el natural, por donde el toro le cabeceaba, y volvió al toreo en redondo, aún más inspirado, aún más subyugadora su estética. A nadie importaban cánones, aunque había cánones, de pura escuela rondeña, ejecutados con la más escrupulosa exquisitez. Porque aquello era la conmoción del arte, la síntesis de la naturalidad. A brincos; sí, a brincos, siguió el gentío aquella faena memorable, y rompía en palmas por sevillanas, arrojaba puñados de romero al ruedo, creía que era el fin del mundo.

Si el toreo es ciencia, ahí estuvo ayer Antoñete. Si el toreo es poesía, ahí estuvo, ayer Curro Romero.

La casta del primer toro había sido excesiva para las conformidades de Curro. El tercer espada, Curro Durán, tuvo una actuación valerosa, principalmente en su último toro, un manso sin fijeza, condenado a banderillas negras. Pero esos aconteceres no pasaron de ser anécdotas de la corrida, como tantas en la feria. Lo otro fue un clamor, el toreo, la gloria.

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