El festejo comenzó con uno de esos momentos que todo aficionado debería vivir, al menos, una vez en la vida: la plaza puesta en pie, las palmas echan humo, y, en la raya del tercio, los tres matadores rodeados por sus hombres de plata, todos montera en mano, recibiendo la ovación más intensa y emocionante que pocas veces se ha escuchado en una plaza de toros. Instantes antes, el paseíllo estuvo acompañado por el grito unánime de "libertad, libertad", que se repetiría en distintos momentos de la corrida. Abierto de capa, Morante recibió a su primero con seis verónicas que supieron a gloria, especialmente la cuarta, por el pitón izquierdo, todo un monumento al temple y la elegancia. Después, todo le salió al revés, y acabó como centro de una de esas broncas de campeonato reservadas a los artistas como él. Se afligió muy pronto ante el bonancible primero, al que no entendió, y se mostró torpe, cohibido e inseguro. Al cuarto no quiso verlo; lo abaniqueó por la cara y, entre el lógico enfado del respetable, lo acuchilló de mala manera, y todo acabó como el rosario de la aurora. ¡Así de dura es la vida del artista! ¡Quien bien te quiere te ha de gritar! Y perdonar: Morante intentó en el sexto el quite del perdón y ahí quedaron para la historia una verónica inmensa y una media de cartel. Pero las voces hirientes contra el de la Puebla no habían cesado durante toda la corrida, y surgió la sorpresa: Morante pidió el sobrero. Las cañas se volvieron lanzas, los insultos en palmas por bulerías. Y bordó, así de exagerado y verdadero, el toreo a la verónica. El temple y el templo hecho arte. El quite a la verónica dejó el toreo en las nubes. Invitó a banderillear a sus compañeros y la gente no se lo creía. Momento este inolvidable. Un animal de ensueño en la muleta, y se gustó y sintió Morante, y surgieron pasajes de pura armonía. Fue un momento glorioso, bonito. Roto y desmadejado el torero, enloqueció a todos por su naturalidad, barroquismo e inspiración. Así es el artista de la Puebla.
Y entre los gritos de "libertad, libertad", El Juli y Manzanares cortaron las orejas y divirtieron al público, dadivoso y festivo.
Quedó claro, primero, que la propiedad intelectual del toro artista está hoy en manos de Núñez del Cuvillo: nada aparatoso de hechuras, recogido de pitones, las fuerzas muy justas, pronto de embestida, cumplidor en el caballo, nobleza a raudales y unas gotas de casta. Y no es fácil triunfar con ese toro. Se puede torear bien, pero el problema radica en alcanzar esa faena maciza, honda y redonda que despierta el clamor. No lo consiguieron ayer las dos primeras figuras del momento. Y todo porque la casta exige mando y no solo elegancia y buenas maneras.
A gran altura brillaron ambos, esa es la verdad. No se le puede negar a El Juli su insultante suficiencia con capote y muleta, su capacidad innata, su dominio absoluto. Pero sus formas necesitan otro toro con más brío y riñones para triunfar de verdad. Y ¿qué se puede decir de Manzanares? El temple, la elegancia, el buen gusto. Sus dos faenas fueron meritísimas, puro toreo de salón (de tal calibre era la calidad de los toros y el torero), pero se echó de menos la grandiosidad merecida. Quizá por eso, tantas orejas para los dos toreros fueron muchas. La tarde, sin embargo, fue tan bonita que todo mereció la pena.
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