martes, 27 de septiembre de 2011

MANOLO GONZALEZ, LA SEVILLA ETERNA


Por Ignacio de Cossío

Manolo González Cabello, el torero de la Trinidad como le conocían los sevillanos, al que se le cantó: ¡Barrio de la Trinidad! / porque has parido un torero / no te hablas con nadie ya /. Nació el 7 de diciembre de 1929 en Sevilla y el 27 de mayo de 1948 toma la alternativa en su ciudad natal de manos de Pepe Luis Vázquez, en presencia de Manuel Navarro, mediante cesión del t oro "Balarín", n° 86, negro de Clemente Tassara.

Si bien corta en el tiempo, fue de gran número e importancia de corridas la carrera del torero, hasta el punto -tras la muerte de Manolete- de que compartió con Luis Miguel Dominguín la cabeza del toreo en España y América.

Representaba a la Escuela Sevillana, muy en la línea de Chicuelo, formado con Pepe Luis Vázquez y Pepín Martín Vázquez, un triunvirato de maestros en este modo de hacer -alegre y florido-. Torearon juntos en muchas plazas y en la Real Maestranza en la Feria de Abril de 1949.

De natural sencillo y educado, queridísimo por todos y buen hijo, se recuerda una de sus frases, cuando un periodista le preguntó por su faena más importante: "mi mejor faena fue quitar a mi madre del trabajo".

Muy joven -apenas 17 años- y desde un primer momento, se presentó en Madrid. Se situó rápidamente en el primer plano de la novillería, llegando a ser el que más actuaciones tuvo en 1947.

De su refrendo doctoral en las Ventas salió catapultado, ya no era el clásico torerillo de Sevilla, flor de un día. Había cuajado en figura. Su histórica y legendaria faena al toro "Capuchino", con mucho genio e imponente cabeza, fue maravillosa. Nos cuenta Enrique Vila que el toro había "difundido por toda la plaza una expectación de ansiedad agobiadora... Manolo González se enfrentaba con un toro con un genio que no había sido reducido por el picador, con un poder tremendo y unos pitones pavorosos. Podía quedar desbaratado".

Durante cuatro años encabezó la lista de matadores, sin abandonarla en ningún momento, pese a la aparición de Aparicio y Litri.

Fue muy querido y admirado en Barcelona, donde toreó casi 20 tardes en unión del cordobés Martorell. Después de su segunda campaña triunfal en Méjico decidió retirarse, aunque en su regreso dio unas cuantas muestras de lo que había sido en el toreo este gran exponente de la Escuela Sevillana.

Reunió el arte y el valor, la gracia con la casta. Con el capote fue un portento, sus verónicas a pies juntos y sus delantales, tenían tantísimo sabor andaluz y sevillano que fueron calificados por la crítica de la época como lances mudéjares, seguramente, como se ha dicho, para atestiguar lo que de arabesco y florido llevaban en su contenido.

Sorprendía a todos pudiera reunir cualidades tan diversas, y más siendo un torero puramente sevillano. Valor temerario y sin cortapisas; alegría pronta y gracia. ¡Que lujo de valor y arte! Solo posible con el empuje emocional de la valentía y los destellos de la belleza.

Pero su especialidad fue la chicuelina, en la que e juntaba el lance envolvente con el capote hacia arriba, tapando el brazo ejecutor, a "lo Pepe Luis", y con las que barrería el suelo, a la manera del "quite de la escoba" de Antonio Bienvenida. Según se dijo era como si el ángel que remata la Giralda diera una revolera al Guadalquivir, mientras los demás ángeles se volvían locos tocando las palmas.

El quite por chicuelinas ejecutado el 24 de septiembre de 1960 en Barcelona -toreando con Diego Puerta y Paco Camino- valió, por si solo, una crónica en ABC del maestro de todos Antonio Díaz Cañábate. La crónica la tituló "el milagro de las tres chicuelinas".

Con la muleta fue un ángel torero con arrestos en un precioso toreo a pies juntos, incluyendo en su repertorio, el molinete, "el kikirikí" y toda la gama de hacer de su Sevilla. Pasó a la historia como una gran figura, a pesar del poco tiempo que estuvo en activo, y ante todo se sintió muy sevillano.

Llegó a ser un ganadero importante y también apoderado. En el recuerdo de todos los que le vieron, su capote prodigioso y la magia de su muleta, que nunca podría borrarse de la memoria colectiva y de la de los suyos.

Artista exquisito, Manolo González tuvo en valor sin cuento y toreó con la especial gracia de todos los toreros sevillanos. Fue un torero alegre, de arte depurado que solo falló -como tantos artistas- con la espada.

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