Hay un hombre entre los hombres que disimula con altivez una leve cojera congénita. Mientras los sátiros devoran con ansias el alcohol y la carne de las pobres lumiascas, haciendo un hueco en el tempo de la fiesta, entre los fandanguillos del Bizco Amate y las bulerías de Manuel Vallejo, él bebe leche pues su hígado es delicado. Cuando llega su turno, el último de la noche normalmente, el que llaman Príncipe de la Alameda, vuelve las tornas del aire, araña las fatigas del vómito y como un sacerdote de Eleusis suelta por su boca oscuros oráculos de muerte:
Reniego yo de mi sino
Como reniego de la horita
En que te he conocío.
Fin del rito, fin de la fiesta. De su voz en estas noches no queda ningún registro, una pocas grabaciones que le sonsacó su hermana. Él sólo quiere acabar la noche, escuchar los dormidos pájaros del alba y darle dos besos a Reyes, su mujer. La única que amó. Era Tomás Pavón. Quiero creer que Lita Cabellut lo pudo haber conocido en sus sueños para retratarlo.
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