Cuando en un ejército no hay oficiales, ni suboficiales, o paran
todos en la cantina, manda el cabo, si hay cabo que quiera mandar. Así
ocurre en la torería, donde cada vez abundan más los militares sin
graduación. La culpa no es del cabo, naturalmente, sino de la
oficialidad acomodaticia con lo que hay. A fin de cuentas el cabo hace
lo que puede, y si a fuerza de tesón y pelea alcanza el generalato, ese
es su mérito.
El cabo que manda hoy en la fiesta de los toros es Espartaco. Sale
Espartaco a la arena y con su férrea voluntad de agradar, sólo con eso,
se hace el amo. Pobre fiesta, sin generales ni capitanes, sin sargentos
siquiera. Una fiesta que tuvo de todo, hasta papas; un Papa Negro y un
Faraón también, en el colmo del lujo; había allí de todo, para dar y
tomar: reyes, príncipes, dictadores, mariscales con mando en plaza, y a
uno que destacaba por lo recio, le designaron soldado romano. Cada cual
imponía su ley, que podía ser el valor, la técnica, el dominio, el arte o
la genialidad. Cada cual según su ley, siempre sobre el fundamento de
las tauromaquias clásicas, interpretándolas según capacidades y gustos, y
con toros.
Ahora a la pobre fiesta ni siquiera le hacen falta toros. Unos por
chicos, otros por inválidos, las corridas pueden celebrarse sin toros,
ayer por ejemplo. Tampoco le hacen falta tauromaquias clásicas.
Espartaco, mandón de la torería actual ayer de nuevo, tiró de un quinto
toro aplomadísimo, le corrió la mano al boyante segundo, pegó muchos
pases, y sin embargo las esencias de la tauromaquia se le quedaron
olvidadas bajo el petate.
Espartaco no se cruzaba nunca con el toro, y aún fuera de cacho hacía
la tijera de las piernas al revés, muy atrás y muy escondida la que
debía estar delante; no presentaba la muleta plana sino oblicua; venía
el pase, lo daba largo, y al remate no había surgido ni el más remoto
destello de arte. Tampoco es que lo intentara. Espartaco, cabo de la
torería, va a lo suyo, que es resolver por la vía expeditiva el
compromiso, realizar la faena en producción seriada, comunicar con el
público, contagiarle su entusiasmo. Si con estas virtudes resulta el
mandón absoluto del toreo, la culpa es del propio toreo, que está así de
mediocre y vacío.
Al puesto del cabo Espartaco aspira Litri (cabo segundo), que
seguramente se cree con mejor derecho. Naturalmente tiene que
demostrarlo. Lo intentó ayer, gran oportunidad en campo de justas tan
singular como es la Maestranza en plena feria de Sevilla, aportando la
mejor voluntad y el máximo valor que atesora. Realmente, poco más
aportó., Pegaba codillero las veránicas -o las trapaceaba, como en el
sexto-, citaba de costadillo, los pitones del toro le sacudían la
muleta, reducía a la mitad o menos los tiempos de la suerte, y si había
que rectificar la embestida ceñida, pues rectificaba también. Y no pasó
nada. Puesto que si el toreo es ahora mediocre y vacío, la sola voluntad
de destacar basta, y le aplaudieron mucho por ello.
Entre los cabos había un faraón, y se notó en que les miraba por
encima del hombro a través de las lentillas. El faraón pisó solemne el
albero, correteó delante de un primer toro que le quería embestir,
abombó el pecho y adelantó la muleta delante de otro que no le quería
embestir en absoluto. De ninguna manera le quería embestir ese toro,
jamás entró en el universo de sus intenciones bovinas. Ahora bien,
advirtiendo que el faraón insistía en sus propósitos toricidas, le dio
la pataleta y se tiró de rodillas a sus faraónicos pies.
Desde la altura del tendido, a pesar de los prismáticos, era
imposible saber qué pensaban el cabo primero y el cabo segundo, pero fue
bueno comprobar que no les desmoralizó semejante ejemplo, sobre todo al
cabo primero, que tomó el mando y se ganó las aclamaciones del pueblo.
El faraón, en cambio, hubo de retirarse entre gritos a sus cuarteles de
invierno, donde podrá distraer las largas horas que emplee en el
merecido descanso por el esfuerzo realizado, contando batallitas.
Por Joaquín Vidal
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