Estamos de enhorabuena. Los aficionados al pensamiento, a la literatura y a las artes en general (incluido el toreo) tenemos un nuevo aliciente para estas “navidades en crisis”; un libro importante para leer; una alhaja, sin fecha de caducidad, para regalar. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) ha editado —con exquisito gusto, por cierto— y con el título José Bergamín. Obra taurina, los escritos fundamentales sobre toros del gran ensayista, poeta y dramaturgo español, recogidos en un solo volumen.
Nadie ha escrito sobre el toreo como José Bergamín. Nadie ha tocado este arte, con la palabra, como se toca con ella al ser humano: tan dentro y tan fuera, desde el calor de las entrañas al aire luminoso del espíritu. Hace unos días, mientras veíamos al Atleti, en singular partido, jugar en un estadio sin público contra un equipo holandés, despistados del balón por el silencio del campo y las cervezas, me decía un amigo: a mí me gusta más la literatura taurina que los toros. A mí no. Pero casi. Naturalmente, hablaba de Bergamín.
Lo conocí, en los 70, a través de su nieta Ana. Y tuve la sensación inmediata de que por sus ojos —agudísimos, taladradores, irónicos— se paseaba, entre veras y burlas, toda la historia española. A veces las sensaciones no están tan lejos del pensamiento. Al menos del pensamiento intuitivo, del sentido pensamiento bergaminiano. Vivía en un ático, pequeño, una buhardilla madrileña de los Austrias, como un diablo cojuelo, por donde el amor de algunos andaba a gatas y el rencor de muchos se complacía en verle relegado al ninguneo histórico: esa suerte de disimulado olvido que esconde las mezquindades y envidias de poderosos y mediopensionistas.Yo sabía de Bergamín lo justo (o sea, lo injusto): Que era un escritor agudo, brillante e ingenioso; republicano, católico y comunista; original y contradictorio, centro de los saraos culturales y festivos del 27 y ardoroso defensor intelectual de los toros. Sus breves ensayos taurinos (El arte de birlibirloque, La estatua de don Tancredo y El mundo por montera) era cuanto había leído de él. Y por alguna razón incomprensible lo imaginaba gordo —su foto no estaba en los libros de literatura, hoy casi tampoco— pese al sonido diminutivo de su apellido. Me impresionó toparme con un esqueleto.
José Bergamín expresó como nadie cosas que andan en cuerpo y alma de todo aficionado: que el toreo, “puro juego inteligible”, es “propiedad de finísimas sensibilidades”. Y es que el toreo es tan fácil de apreciar (entra por los ojos) como difícil de explicar (se queda en el alma). Requiere un alma de alta sensibilidad —“La inteligencia del toreo es tan sensible que dice: mírame y no me toques”— y una disposición de libre humanidad. Por eso es espectáculo —o fiesta— tan popular: “lo popular siempre es minoritario”, “el pueblo en la plaza es el torero”, decía el astuto y birlibirloquesco torero José Bergamín. Tan poco político y tan poco correcto. Tan poco políticamente correcto y tan apasionadamente humano.
Lo visité varias veces en su “churrería poética” de la Plaza de Oriente; me quiso apoderar una corrida en la plaza de Vista Alegre de Madrid y me regaló, con cariñosas dedicatorias, varios de sus libros. Una vez me dejó llevarle la contraria durante largo tiempo en una conversación sobre Joselito y Belmonte (¡lo que es la inexperiencia y la osadía de la juventud!) a quienes, naturalmente, yo no había visto. Se reía ante mis críticas al Arte de birlibirloque, en donde tomaba apasionado partido por José, arremetiendo contra el toreo de Juan. Cuando ya me iba, recogió el catavinos vacío, se agachó para abrir un pequeño armario, sacó un libro, me lo dedicó, me pintó un toro que parecía un gato, bajo el que escribió "Yo soy un toro difícil", y nos despedimos. Aquel libro, Ilustración y defensa del toreo, en el que Litoral reeditaba sus tres primeros ensayos taurinos, hacía en su prólogo —El espíritu del toreo—, una encendida exaltación del toreo de Juan Belmonte. Compartí con el maestro la devoción por los grandes poeta Augusto Ferrán y Rafael Soto Moreno. Cuando no me atreví a debutar en Carabanchel, en la novillada que me organizó —¿sería verdad?—, me trajo Ana un libro, que estaba a punto de salir. Se llamaba La música callada del toreo y estaba dedicado a Rafael de Paula. En la página en blanco escribió: "A mi amigo José, que no quiso ser torero. Su amigo José Bergamín”. Y desde entonces he releído a menudo estas dolorosas palabras suyas: “Hay muchos casos en la vida — en las artes, en las letras, en la política— como el de Curro Cúchares. Hay muchas conductas humanas que empezaron dando su vida por su verdad y acabaron por invertir los términos, dando su verdad por su vida; acabaron por hacer trampas”.
No fue el caso de Bergamín; el hombre que hubo de renunciar a todo por haber tomado al pie de la letra las palabras de Ortega y Gasset de que “la vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada”.
Tengo la impresión de que José Bergamín se murió de pena; andaba muerto de pena desde hacía tiempo, mucho tiempo; traspasado por un cuchillo de palo en un solar de herreros, y peregrino en su patria. Ya es tarde para sacarlo de la buhardilla. Pero no para leerlo. Bienvenido sea.
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